Problemas del lenguaje y desacuerdos entre juristas
Licenciado Rolando Wotzbelí Zúñiga González
Problemas del lenguaje y desacuerdos entre juristas
Licenciado Rolando Wotzbelí Zúñiga González
Los iusfilósofos analíticos tienen el mérito de haber puesto en evidencia la importancia del análisis del lenguaje en el esclarecimiento de algunas de las más enconadas disputas entre los juristas. En el particular caso de la filosofía del derecho de habla hispana, Genaro Carrió fue uno de los primeros teóricos que reflexionó acerca de los problemas lingüísticos que dificultan la resolución de controversias jurídicas. Carrió (2011, p. 95-105) distinguió cinco categorías de desacuerdos entre juristas que se originan en una mala comprensión del lenguaje: a) seudodisputas originadas en equívocos verbales; b) seudodesacuerdos de hecho en torno a proposiciones analíticas; c) disputas sobre clasificaciones; d) controversias sobre naturalezas jurídicas; y e) controversias generadas por un desacuerdo valorativo encubierto. En el presente trabajo propongo dos ejemplos de desacuerdos entre juristas (el primero entre teóricos – es decir, cultores de la dogmática jurídica- y el segundo, uno que trascendió al ámbito práctico – bajo la forma de una acción de inconstitucionalidad) que demuestran que una gran cantidad de diferencias entre quienes se dedican al derecho continúan originándose precisamente en malos entendidos derivados de una comprensión equivocada del lenguaje.
El primer caso proviene de la dogmática del derecho administrativo y constituye una instancia de lo que Carrió denominó disputas sobre clasificaciones. El desacuerdo se origina con la tradicional clasificación de formas de actuación administrativa de Jordana de Pozas en tres categorías: a) actuaciones de policía; b) actuaciones de servicio público y c) actuación de fomento. Esta clasificación se elaboró antes de agotar la primera mitad del siglo XX y goza aun de gran aceptación.[1] Con el curso de los años se elaboró una clasificación alternativa a esta (justamente como respuesta a las limitaciones de la anterior) cuyo origen habrá que encontrarlo entre los administrativistas italianos (particularmente en Romano y en Giannini) y que fue introducida en el ámbito hispanoparlante por Eduardo García de Enterría. Esta segunda clasificación divide la actuación de la Administración Pública en dos categorías: a) actuaciones de ampliación de derechos; y b) actuaciones de limitación (Muñoz Machado, 2015, p. 13-15).
Pues bien, los diferentes administrativistas aceptaron uno u otro de ambos esquemas clasificatorios (que pudieron convivir durante algún tiempo) hasta que la diversificación de las actividades encomendadas a la Administración Pública demostró las graves deficiencias de este tipo de clasificaciones. En particular, las controversias no se hicieron esperar a finales del siglo XX con la aparición de la actividad de regulación económica de sectores especialmente importantes del mercado (como sería el de la energía eléctrica o el de las telecomunicaciones, en cuyos ámbitos las autoridades administrativas se encargan de determinar las reglas para que los operadores económicos compitan en libre mercado, así como de velar porque este marco jurídico sea respetado: sin que por ello su actividad constituya una mera manifestación del tradicional poder de policía). En este contexto la Administración tendría a su cargo funciones de muy diversa naturaleza que, por esta razón, no se adecuarían a los esquemas elaborados por los dogmáticos.
La respuesta de los sectores doctrinarios ha sido, por una parte, persistir en las viejas e intocables categorías (en particular, la de Jordana, que parece haber dado lugar a que muchos teóricos actúen como Procusto en su famoso lecho: mutilando la realidad para adaptarla por la fuerza a los antiguos esquemas[2]), y, por la otra, sumirse en la confusión y el desconcierto.[3] La cuestión central es, ¿por qué una cuestión de este tipo ha supuesto tanta dificultad y desacuerdo entre los administrativistas?
La explicación de este fenómeno radica en que se trata de un desacuerdo que se funda en una errónea comprensión del lenguaje. En este sentido, como bien advierte Carrió (2011, p. 99), las clasificaciones heredadas con enorme prestigio hacen que los juristas crean que constituyen la verdadera forma de agrupar mediante palabras los fenómenos de cuyo estudio se ocupan, en lugar de ver en ellas simples instrumentos para una mejor comprensión de éstos. Por este motivo, resulta patente que las controversias derivadas de clasificaciones no deberían ser tratadas como cuestiones de hecho, pues no se trata de modos excluyentes de reproducir mediante el lenguaje ciertas divisiones que están impresas en la naturaleza de las cosas.
El equívoco acá radica en creer que las palabras que conforman los lenguajes naturales (y, no está de más recordarlo: las clasificaciones están elaboradas de palabras) reflejan la existencia de esencias inmutables que conforman la realidad. Sin embargo, en tanto que el lenguaje tenga un origen convencional (esto es, que las palabras significan lo que los seres humanos convienen que signifiquen) entonces, ninguna clasificación servirá para lo que pretenden algunos dogmáticos: esto es, para encerrar en compartimentos estancos diferentes parcelas de una realidad dinámica que solamente podemos conocer mediante la división arbitraria que hacemos al momento de agruparla en palabras que nos permiten describirla y explicarla.
Vaz Ferreira (2018, p. 187-189) habría dicho, no sin acierto, que hay dos clases de espíritus: los que manejan las clasificaciones y los que son manejados por ellas. Por este motivo, aconsejaba que la mejor actitud en relación con las clasificaciones es tomárselas como lo que son: esquemas para pensar, para describir, para enseñar, etc., pero que no tienen por qué ser esquemas capaces de rotular con rigor las realidades dentro de los tipos teóricos (simplemente, porque esto no es posible). De tener conciencia de ello, los administrativistas habrían notado hace mucho tiempo que las clasificaciones no pueden ser verdaderas o falsas, sino útiles o inútiles, convenientes o inconvenientes, buenas o malas (según determinados criterios de evaluación, como su potencial explicativo derivado de su exhaustividad y su carácter excluyente, entre otros). A partir de ello, les habría sido más fácil abandonar viejos esquemas que ya no sirven para explicar las instituciones administrativas de cuyo estudio se ocupan, y emprender la construcción de nuevas categorías que les resulten más útiles en su labor de reconstrucción teórica de la actuación administrativa.
Otro tipo de problema que se deriva de una concepción esencialista del lenguaje (quiero decir, de la creencia equivocada en que detrás de las palabras hay un conjunto de esencias inmutables que conforman la realidad) es aquel que Carrió cataloga como controversias sobre naturalezas jurídicas. Por cuanto que en el derecho resulta imposible trazar límites precisos entre la labor teórica y la aplicación del derecho en el ámbito práctico (esto, porque el discurso de los teóricos va contribuyendo a conformar la actividad que realizan los juristas prácticos), las controversias derivadas de equívocos lingüísticos no solamente se presentan entre los dogmáticos, sino que alcanzan también a los tribunales de justicia. El segundo caso que propongo es buena muestra de ello.
La controversia se origina en la supuesta inconstitucionalidad que un ciudadano guatemalteco denunció ante la Corte de Constitucionalidad en el expediente 2608-2018. El interponente de esa acción aducía que el artículo 39 de la Ley de Aviación Civil resultaba contrario a la Constitución Política de la República de Guatemala, puesto que en su segundo párrafo preceptúa: “La aeronave tiene la naturaleza jurídica de bien inmueble…” y, a su criterio, la norma impugnada sería por ello contraria al derecho fundamental a la seguridad jurídica y los principios de realismo objetivo y racionalidad, ya que: “al contraponer la citada norma ordinaria con lo regulado en el artículo 2 constitucional que asegura el derecho a la seguridad jurídica, así como el principio de realismo objetivo, se observa la conculcación a dicho precepto constitucional, ya que resulta irracional conferirle la naturaleza a un bien que tiene características de bien mueble las de un inmueble, el que ni por adhesión podría clasificarse de esa forma, pues el concepto de inmueble evoca una cosa que no es susceptible de trasladarse de un lugar a otro sin alterar su naturaleza, en cambio el concepto de mueble corresponde a una cosa cuyo traslado es posible sin ningún riesgo para su sustancia.”
Los argumentos en que se sustenta la acción de inconstitucionalidad evidencian que el motivo de inconformidad del interponente con la norma impugnada radicaba, sobre todo, en que él estimaba que cuando un precepto legal dispone que algo debe ser la naturaleza de una determinada institución jurídica, con ello debe hacerse referencia siempre a aquello que constituye la “esencia de esa institución en la realidad”. Ahora bien, el Ministerio Público (que es parte en todo proceso que tenga por pretensión la declaratoria de inconstitucionalidad de una ley) disintió de la postura del interponente de la acción y sostuvo que el hecho de que el legislador contemple la necesidad o conveniencia de clasificar y diferenciar situaciones distintas y darles un tratamiento diverso, siempre que tal diferencia tenga una justificación razonable de acuerdo a la materialidad del objeto que la Constitución Política de la República acoge, no constituye por sí mismo un proceder que quepa calificar como inconstitucional.
Finalmente, la Corte de Constitucionalidad resolvió el planteamiento del accionante y denegó la solicitud presentada. A criterio de ese tribunal, en atención a las necesidades propias del registro de las aeronaves resulta adecuado que el Estado le asigne otro carácter jurídico a este tipo de bienes además del de una cosa mueble (con lo cual se diferenciaría del resto de los bienes inmuebles y de las cosas muebles propiamente dichas). Con ello, en nada se estaría contrariando el principio de seguridad jurídica (por el contrario, la norma impugnada sí que estaría proveyendo de seguridad a los guatemaltecos, puesto que contempla una regulación que permite la inscripción y registro de este tipo de vehículos sin dejar de lado sus particulares características). La pregunta central es de nuevo, ¿por qué surge un desacuerdo de este tipo frente a disposiciones legales que persiguen objetivos tan razonables como este?
La respuesta habrá que encontrarla en la manera en que tradicionalmente los juristas comprendemos lo que significa la naturaleza jurídica de una determinada institución del derecho. Es usual que se nos enseñe que toda institución jurídica tiene una naturaleza que refleja su esencia en la realidad objetiva del mundo. Por este motivo, puede parecer inconcebible que luego en una ley se califique jurídicamente a un bien que tiene la capacidad de desplazarse como inmueble.[4] Esto es así, puesto que, en tanto que la esencia de un bien que puede desplazarse es ser mueble y otro que no, ser lo contrario (esto es, inmueble), todo supuesto que vaya más allá de esto resulta chocante.
Vale la pena acá volver a Carrió (2011, p. 101), quien a este respecto manifiesta que al preguntarse por la naturaleza jurídica los juristas persiguen un imposible: una justificación única para la solución de todos los casos que, ya en forma clara, ya en forma imprecisa, caen bajo un determinado conjunto de reglas (buscan hallar un criterio último de justificación que valga tanto para los casos típicos como los que no lo son). Está de más decir que no hay tal criterio precisamente porque el lenguaje en que se expresan los materiales jurídicos significa aquello que los seres humanos hemos convenido que signifique y, por tal razón, no refleja una realidad conformada por esencias o naturalezas últimas e inmutables. En el caso del derecho habrá que recordar que se trata de una realidad de tipo institucional: es decir, cuya existencia depende de nuestras convicciones y creencias compartidas y que, por tanto, no es insensible al valor (MacCormick, 2011, p.39). Esto es tanto como decir que, en atención a los diversos fines que persigue una determinada institución jurídica, puede suceder que algo que tenga la capacidad de desplazarse termine siendo calificado y sujetado al régimen jurídico de los inmuebles.
En conclusión, algunas disputas que dividen a los juristas no son más que producto de una equivocada comprensión del lenguaje. Carrió fue hábil para mostrar la existencia de este tipo de desacuerdos y su tipología es todavía útil para mostrar la forma en que algunos conflictos que siguen produciéndose en la actualidad no son más que controversias derivadas de una concepción esencialista del lenguaje. Un conocimiento básico de análisis del lenguaje es, sin duda, indispensable para evitar este tipo de problemas.
REFERENCIAS
Carrió, G. (2011). Notas sobre derecho y lenguaje, 6ª. Ed. Abeledo Perrot.
MacCormick, N. (2011). Instituciones del Derecho (Trad. F. Atria y S. Tschorne). Marcial Pons Editores.
Muñoz Machado, S. (2015). Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General. Tomo XIV: La actividad regulatoria de la Administración. Agencia Boletín Oficial del Estado.
Vaz Ferreria, C. (2018). Lógica Viva. Palestra Editores.