Hacia un modelo de enseñanza filosófica del Derecho.
Licenciado Rolando Wotzbelí Zúñiga González
Hacia un modelo de enseñanza filosófica del Derecho.
Licenciado Rolando Wotzbelí Zúñiga González
Resumen: El presente trabajo reflexiona acerca de la importancia que tiene la formación filosófica para los futuros juristas. La tesis que sostiene el autor es que una práctica jurídica óptima en el Estado constitucional solamente es posible si se tiene plena consciencia de los problemas teóricos implícitos en los asuntos de los que se ocupan diariamente los operadores jurídicos; y que, para ello, es necesario estar familiarizado con la reflexión filosófica. Al mismo tiempo que se advierte del riesgo de relegar a un segundo plano la enseñanza de la filosofía, se realizan algunas propuestas para implementarla en las Facultades de Derecho.
La importancia de la filosofía en la formación del jurista es un tópico aceptado desde hace un buen tiempo. Esto es, el derecho se presenta como objeto de reflexión filosófica desde antigua data y, por esta razón, la filosofía no parece asunto ajeno en la educación jurídica. Ahora bien, la aproximación al Derecho por medio de la Filosofía ha seguido, por lo general, dos caminos distintos: el de los filósofos y el de los juristas (Bobbio, 1964, p. 93). La filosofía del derecho de los filósofos sería aquella en la que el Derecho es visto como parte de una realidad más amplia de la cual el filósofo pretende dar cuenta y, para hacerlo, lo integra dentro de su sistema general de pensamiento. Por su parte, la filosofía del derecho de los juristas se refiere al uso que los juristas hacen de las herramientas propias de la reflexión filosófica para elaborar teorías útiles que tienen por objeto explicar el fenómeno jurídico.
La separación entre la filosofía del derecho de los filósofos y la de los juristas, se puede ilustrar con algunos ejemplos: en la época antigua, Aristóteles y Cicerón; en la época medieval, entre Agustín y Graciano o Tomás de Aquino y Bártolo; y en la época moderna Suárez y Leibniz frente a Grocio y Thomasius. (Vega, 2018).
Esta distinción evidencia que la especulación filosófica ha sido vista desde la antigüedad como una herramienta con un enorme potencial para comprender el quehacer de los juristas (como lo eran, en el ejemplo citado, Cicerón, Graciano o Grocio – por su parte, Aristóteles o Leibniz, harían lo que llamamos, filosofía del derecho de los filósofos). Este trabajo se ocupará de la enseñanza del quehacer filosófico desde la perspectiva de aquellos que son juristas. Esto es, a enseñar a utilizar el andamiaje conceptual que ofrece la filosofía, para la mejor comprensión del Derecho.
Ahora bien, la primera pregunta que cabría hacerse sería, ¿por qué la filosofía ha suscitado tanto interés entre los estudiosos del Derecho? Parece que una explicación satisfactoria se halla en el propio carácter problemático de la experiencia jurídica. Y, precisamente por ello, la Filosofía del Derecho (la de los juristas) ha tenido como primer rasgo identificador su carácter de reflexión centrada en problemas (Del Real, 2011, p. 86). El trabajo de los juristas ha sido siempre resolver situaciones problemáticas que, de una u otra forma, remiten a aquellas categorías generales mediante las cuáles los filósofos han pretendido explicar la realidad. Conviene detenerse un tanto más en esta idea.
El carácter problemático del Derecho
Es evidente que el carácter práctico (en el sentido de orientado a resolver problemas acerca de cómo actuar) del quehacer jurídico ha estado presente en el pensamiento de distintos juristas a lo largo de la historia. No se pretenderá acá hacer una síntesis de la postura de los diferentes pensadores en torno a esta idea. Más bien, se opta por exponerla con toda claridad por medio del pensamiento de uno de los filósofos que mejor la ha comprendido: Theodor Viehweg. A partir de la distinción entre pensamiento problemático y sistemático, Viehweg (1964, p. 57) explica que el Derecho es inseparable de los problemas que pretende resolver. En este sentido, el quehacer de los juristas consiste en buscar una respuesta satisfactoria para una cuestión apremiante (que él denomina, la «aporía fundamental»): encontrar qué es lo justo aquí y ahora. (1964, p. 151).
La visión del Derecho que tiene Viehweg se acerca a la de un quehacer en el que la prudencia y la reflexión crítica ocupan el lugar más importante. A propósito de la doctrina civilista, este autor refiere: “[El] Derecho positivo […] consiste en un tejido de cuestiones. Es un conjunto de problemas que se conectan con la cuestión de la justicia como cuestión fundamental” (Viehweg, 1964, p. 155).
Esta idea es valiosa, puesto que si el Derecho es una disciplina cuya función principal es resolver problemas de manera justa, entonces no podemos ser buenos juristas sin hacernos algunas preguntas acerca de lo que la justicia exige en cada caso (aquí y ahora). Pues bien, para resolver problemas acerca de aquello que es justo, se necesita proceder de un modo distinto de aquel que es propio de las operaciones de demostración de las ciencias lógico-matemáticas. Se trata de un terreno en que se pueden sostener posturas distintas con diversos grados de plausibilidad (Perelman y Olbrechts Tyteca, 1989, p. 47-49). En esto, el Derecho y la filosofía se aproximan: no son disciplinas en las que la corrección de sus conclusiones se derive con la necesidad del método propio de las ciencias experimentales, pero tampoco están abandonados a la irracionalidad. Ambas disciplinas se caracterizan por el proceder argumentativo con el que se defiende el mayor o menor acierto de las tesis que postulan. Por eso, es innegable que la filosofía ofrece al Derecho un bagaje de conocimientos siempre útil: porque la filosofía supone una reflexión acerca de la realidad en la que no cabe la exactitud aritmética, pero que utiliza mecanismos racionales para dar respuestas aceptables a los problemas de los que se ocupa.
Hasta acá se ha presentado la labor del jurista como una actividad en la que, a partir de ciertos conceptos que le son propios (por ejemplo, de algunos materiales autoritativos como: leyes, reglamentos, etc.), pretende ofrecer respuestas a una pregunta por la justicia. También se ha añadido que la Filosofía reflexiona (al igual que el Derecho) acerca de lo justo. Finalmente, se sostuvo que el terreno de la justicia es argumentativo: no hay espacio para demostraciones necesarias (al menos, no con la necesidad propia del método lógico-matemático). Todo así, parece no haberse expuesto todavía con suficiente claridad lo que respecta a la zona común entre filosofía y Derecho, y la dificultad que supone para algunos juristas convencerse acerca de su existencia.
La práctica jurídica y su inescindible vinculación con la pregunta acerca de lo justo, obliga a los juristas a cuestionarse en todo momento acerca de muchos conceptos polémicos que son propios de la reflexión filosófica: responsabilidad, causalidad, verdad, voluntad, corrección, interpretación, entre otros tantos. Sin embargo, pocas veces los operadores jurídicos son conscientes de que construyen sus decisiones sobre conceptos que son controvertidos y que, al resolver problemas jurídicos, optan por una determinada forma de comprender este tipo de conceptos. Fijémonos cómo en los estados que siguen el paradigma del Estado constitucional, esta circunstancia se vuelve todavía más evidente.
Los modernos estados constitucionales son escenarios en los que en el debate jurídico (esto es, la discusión en torno a lo que el Derecho ordena para resolver cada caso) se discute acerca de las mismas cuestiones que durante siglos han inquietado a los filósofos. Esto se debe, sobre todo, a la incorporación de un núcleo de contenido moral en las constituciones por medio del reconocimiento de derechos fundamentales. La reflexión acerca de lo que en cada caso exigen, por ejemplo, la libertad, la igualdad o la dignidad, supone algo más que la mera operación subsuntiva mediante la construcción de un silogismo judicial. Como señala Moreso (2009, p. 13) el debate actual sobre algunas cuestiones constitucionales permite que la teoría jurídica se entrecruce con la filosofía moral y política, pero también con consideraciones propias de la filosofía del lenguaje y la filosofía social.
Es necesario advertir que, a pesar de existir esta zona común entre el Derecho y la Filosofía (es decir, que ambas disciplinas reflexionan sobre conceptos controvertidos comunes), rara vez existe plena consciencia de ello. Dworkin explica bien esta actitud:
El desacuerdo empírico sobre el derecho no es para nada misterioso. Las personas pueden disentir sobre qué son las palabras en los códigos de leyes […] Sin embargo, el desacuerdo teórico en derecho, el desacuerdo sobre el fundamento del derecho, es más problemático […] Su desacuerdo versa sobre qué es el derecho en realidad, sobre la cuestión de la segregación racial o accidentes industriales, por ejemplo, incluso cuando están de acuerdo en qué estatutos han sido promulgados y qué han dicho y pensado los funcionarios legales en el pasado ¿Qué tipo de desacuerdo es éste? ¿Cómo podríamos juzgar quién tiene el mejor argumento? El público en general parece no darse cuenta del problema; de hecho parece no darse cuenta del desacuerdo teórico sobre el derecho (1986, p. 17-18).
El Derecho es terreno propicio para desacuerdos «teóricos»: es decir, para disentir acerca de lo que las exigencias de moralidad política (traducidas, sobre todo, en derechos fundamentales) demandan para cada caso que se pretende resolver. La actitud habitual es ignorar estos desacuerdos y reducirlos a meras disputas acerca de qué dicen las palabras de los materiales jurídicos autoritativos (las leyes, lo reglamentos, etc.). Aun así, es posible encontrar que siempre hay que volver a cuestionarse acerca del significado de las palabras contenidas en esos textos y que, al hacerlo, los juristas tendrán que discutir acerca de cómo entender conceptos que no es posible dotar de sentido sin una previa deliberación. De nueva cuenta, la libertad, igualdad o dignidad, no son palabras cuyo significado quepa comprender sin cuestionar el fundamento de lo que este tipo de exigencias demandan de nosotros. (Dworkin, 1996, p. 14-18).
Está claro que para resolver controversias jurídicas no es posible evitar discurrir sobre todos estos conceptos que durante años han sido problemáticos en el terreno de la filosofía. Tampoco parece posible que el Derecho solucione este tipo de contiendas recurriendo únicamente a las palabras de sus textos autoritativos. Si bien en ocasiones es posible resolver estos problemas atendiendo únicamente al lenguaje ordinario en que aparecen expresadas las disposiciones normativas, esto no es posible (ni deseable) en todos los casos. El lenguaje natural en que se expresan las disposiciones contenidas en fuentes escritas (como la constitución formal, las leyes y los reglamentos) ocasiona que los desacuerdos entre los juristas por motivos de lenguaje estén siempre presentes y vuelvan inevitables las operaciones de interpretación (Carrió, 2011, p. 17). La interpretación será indispensable en el caso de que las expresiones utilizadas en esos textos hagan referencia a conceptos abstractos y problemáticos, como son, aunque no exclusivamente, los que aparecen en el reconocimiento constitucional de derechos fundamentales. En este punto, ¿para qué podría resultar útil la filosofía a los juristas?
La reflexión anterior permite, no solo comprender el trasfondo filosófico que subyace a mucho de lo que hacen los juristas, sino también tomar consciencia acerca de los beneficios que puede proporcionar una sólida formación filosófica para resolver los asuntos de los que se ocupan diariamente los operadores jurídicos. Dworkin (2000, p. 25) sostenía, en forma bastante acertada, que el reto para los juristas prácticos no es obtener posgrados en filosofía, o citar en las sentencias extractos de las obras de los grandes pensadores, sino desarrollar una actitud filosófica y así, alcanzar mayor profundidad en la práctica jurídica. Es evidente que un mayor conocimiento filosófico no va a eliminar la controversia en torno a los conceptos polémicos de los que se ocupa el Derecho, pero al menos podría reducirla al hacerla más respetable (en el sentido, de que podríamos ser más conscientes de aquello acerca de lo cual realmente discrepamos, y orientar la práctica argumentativa hacia lo que realmente es motivo de disenso). Pero, ¿cómo logra esto la Filosofía?
Para responder a esta pregunta, me parece que es posible sostener que la filosofía proporciona dos herramientas especialmente valiosas para la mejora de las prácticas jurídicas. Con esto no se pretende realizar una enumeración exhaustiva del instrumental benéfico de la filosofía para el quehacer del jurista. Se han escogido esas dos, por parecer las más importantes. La primera de ellas, es que la filosofía ha sido siempre una disciplina caracterizada por cuestionar los conceptos con los que habitualmente se explica la realidad. Este ejercicio crítico es vital en una práctica como el Derecho, en la que los juristas tienden a olvidar el significado y las diferentes clases de relaciones que existen entre las categorías que utilizan para resolver los problemas con los que se enfrentan. La segunda razón, radica en algo que se relaciona, más bien, con el carácter virtuoso que la filosofía contribuye a desarrollar en las personas familiarizadas con sus aportaciones.
En este orden de ideas, la primera de las herramientas que la filosofía proporciona al jurista está vinculada con su conocida función de análisis conceptual. Para evidenciar su importancia, se expondrán algunas de las ideas de Martha Nussbaum en relación con ello, para luego ofrecer dos ejemplos concretos en los que la Filosofía resulta esclarecedora para hallar la mejor respuesta al problema jurídico planteado. Así las cosas, Nussbaum reflexiona acerca de la importancia que desde la Antigua Grecia tuvo la filosofía para la formación profesional: “los filósofos no simplemente construyen castillos en el aire, sino que el ordenamiento filosófico tiene aún una práctica distintiva a desempeñar.” (Nussbaum, 1992, p. 33). Esta función consiste, en realidad, en proporcionar rigor y claridad conceptual, pero va más allá de ello. El filósofo debe ser capaz de partir de las propias creencias ordinarias de la gente, cuestionarlas, evaluarlas racionalmente y volver a ellas (en un ejercicio de reconstrucción racional de los conceptos que todos utilizan cotidianamente). Por este preciso motivo, su actividad es útil para la formación profesional. A propósito del método socrático, Nussbaum afirma:
Aun así, Sócrates arguye seriamente que su cuestionamiento fundamental tiene un beneficio práctico que conferir. Parece creer que la gente en sus profesiones y en la vida pública tiene concepciones intuitivas de su propia disciplina y sus conceptos centrales y actividades que son esencialmente sólidos, sensatos y acertados; pero la vaguedad, la contradicción, la falta de rigor y simplemente la falta de tiempo se interponen entre estas – básicamente buenas – intuiciones y una adecuada articulación y uso de los conceptos […] Al ordenar sistemática y claramente lo que la gente rara vez ordena para y desde sí misma, lleva a cabo un bien público y contribuye a la formación de la educación profesional. (1992. p. 32).
Ahora bien, ¿en qué sentido este ejercicio crítico puede resultar constructivo para la práctica jurídica? Habrá más de uno que vea en el análisis acucioso de cada concepto, una actividad que lleva al más estéril escepticismo (o, en todo caso, al anquilosamiento). No parece que sea así. Para demostrarlo, se proponen dos ejemplos de problemas jurídicos en los que el análisis filosófico ha resultado particularmente enriquecedor en la búsqueda de soluciones óptimas. Los ejemplos se extraen de estudios realizados por importantes iusfilósofos.
El primer ejemplo que se propone es el estudio realizado por Hohfeld (1913) acerca de los conceptos fundamentales en todo sistema jurídico. Este jurista norteamericano parte del uso cotidiano que los operadores jurídicos hacen de un conjunto de expresiones utilizadas en forma más o menos confusa. Así, este autor observa (y ofrece al lector múltiples ejemplos provenientes de la práctica forense de los Estados Unidos) la manera en que los jueces refieren que las personas tienen derechos, responsabilidades, deberes, libertades, privilegios, potestades, obligaciones, cargas, gravámenes, incapacidades, etc., pero nota que cuando se utilizan estos términos no se procede con la claridad suficiente (esto es, no se distingue con exactitud en qué consisten estas categorías y de qué manera se relacionan entre ellas). Con actitud socrática, Hohfeld se pregunta por lo que hay detrás de toda esta confusión verbal. A partir de este caótico escenario, somete el problema a un riguroso análisis por medio del cual elabora un aparato conceptual con un enorme potencial explicativo. Distingue ocho conceptos fundamentales que divide en cuatro modalidades activas (derecho, libertad, poder jurídico e inmunidad) y cuatro pasivas (deber, no-derecho, sujeción e incompetencia) a las que ordena en relaciones de correlación y oposición. A la presente fecha, estas categorías son sumamente útiles para comprender las distintas relaciones jurídicas que se establecen entre las personas en los distintos sistemas jurídicos. Por ejemplo, los juristas en la actualidad estamos en mejores condiciones para entender el contenido constitucionalmente protegido del derecho a la propiedad privada, como un haz de posiciones normativas de tipo hohfeldiano (el que comprendería varias de las categorías a las que antes he hecho referencia: el derecho subjetivo a que los demás no interfieran en el goce de la propiedad; la libertad de usar o no los propios bienes; el poder jurídico para disponer de ellos, y la inmunidad frente a intentos de terceras personas de vender lo que no es suyo).
Otro ejemplo que sirve para ilustrar la importancia del análisis filosófico de los conceptos que utilizamos los juristas (y que quizá sea más familiar para los juristas guatemaltecos por no provenir del common law, sino del sistema jurídico continental), pero esta vez aplicado a los problemas de prueba, es el ofrecido por González Lagier (2019, p. 79). Este autor estudia un caso concreto: un proceso penal, en el que se enjuician algunas intoxicaciones por ingesta de aceite de colza comercializado sin los debidos controles sanitarios. En su trabajo evalúa los argumentos presentados por la defensa de los acusados, concretamente, en lo atinente a la relación de causalidad entre la actuación de ellos, y los resultados típicos que les atribuyeron. González Lagier hace patente la manera en que el concepto de causalidad incide en la discusión acerca de los hechos suscitados en el caso en mención; y, finalmente, que este concepto determina qué tipo de inferencia probatoria cabe realizar válidamente acá, como condición necesaria para dictar una sentencia justa. Sin embargo, el concepto de causalidad es sumamente controvertido desde el punto de vista filosófico y, por ello, encamina sus esfuerzos a una clarificación conceptual de lo que significa que la conducta de una persona sea causa de un determinado cambio en el mundo. De esta manera, ofrece conclusiones valiosas acerca de la manera en que puede resolverse correctamente un caso de esta naturaleza.
Estos son, tan solo, dos ejemplos de un sinnúmero que podrían ser traídos a colación a propósito de este trabajo. Lo importante es destacar que, la precisión que supone el análisis conceptual propio de la filosofía puede resultar especialmente benéfica para el jurista: tanto cuando se trata de someter a una mera reconstrucción analítica los conceptos que habitualmente se utilizan de manera confusa (como el caso de Hohfeld), como cuando ese análisis nos lleva a reflexiones más profundas acerca de lo que significan aquellos conceptos que el Derecho utiliza habitualmente para resolver conflictos (y que ya han sido objeto de anteriores reflexiones filosóficas, como sucede con el trabajo de González Lagier).
Pues bien, es necesario detenerse en lo que respecta a la contribución de la filosofía en el desarrollo de una personalidad virtuosa en el jurista. Es importante aclarar que un análisis acerca de los atributos del carácter de un buen jurista, excede de los propósitos de este trabajo. Sin embargo, para lo que acá interesa, es importante resaltar que no cualquier jurista cumple su función con excelencia en el contexto de un Estado constitucional, sino solamente aquel que es capaz de contribuir a la realización de los fines constitucionalmente valiosos que se persiguen por medio del Derecho. Por esta razón, si se pretende que el profesional del Derecho sirva a fines transformadores de las sociedades en las que vive, es importante una formación jurídica de carácter más metodológico (es decir, que proporcione capacidades prácticas alejadas de la visión formalista del Derecho: aptitudes técnicas y argumentativas así como, en general, que genere habilidades para gestionar contenidos normativos) que “produzca profesionales capaces de un manejo activo del Derecho en un sentido transformador sustentado en valores” (Pérez Lledó, 2007, p. 86-87). El jurista entonces, debe tener la capacidad de pensar en forma crítica: como parte de su labor de resolución óptima de problemas dentro del marco axiológico establecido en la constitución. Sobra decir que, para alcanzar esto, la enseñanza de la Filosofía es un recurso invaluable.
En el Estado constitucional, la figura del operador jurídico formalista, es decir, aquel que considera que el Derecho se agota en las palabras contenidas en los textos autoritativos de las fuentes escritas, resulta un modelo de conducta desviada del ideal al que se aspira (Aguiló, 2001, p. 98; Lifante, 2020, p. 43). La razón de ello, radica en que un Estado constitucional está comprometido con la realización de ciertos fines que van más allá de la aparente seguridad formal que puede ofrecer el proceder formalista. Atienza (2008, p.18) expresa que el carácter falaz de la conducta formalista consiste en creer que una determinada norma solo puede ser interpretada en un único sentido. En tanto que, para resolver los problemas jurídicos en el Estado constitucional, el jurista práctico no solamente debe procurar quedarse dentro de los límites de las palabras contenidas en los textos de las fuentes escritas, sino también aspirar a una interpretación que sea coherente con los valores del sistema jurídico de referencia. Esto requiere la habilidad de hacer múltiples lecturas de esos textos, y someterlos a una crítica racional. En otras palabras, demanda la apertura mental suficiente para comprender que el carácter justificado de una decisión jurídica no radica solo en la posibilidad de subsumirla en una regla preexistente, sino también en que la misma esté justificada a la luz de los valores que orientan la práctica jurídica. La enseñanza filosófica puede contribuir notablemente en ese esfuerzo por abrir la mente del jurista.
Al respecto, Nussbaum (2016, p. 17) expresa con gran lucidez la manera en que el modelo de Estado constitucional reclama de sus ciudadanos, pensar en forma crítica:
Si una nación quiere promover ese tipo de democracia humana, sensible a las personas, una dedicada a la promoción de oportunidades para “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” para todos y cada uno, qué habilidades necesitará producir en sus ciudadanos. Por lo menos las siguientes parecen cruciales […] La capacidad de deliberar bien acerca de los problemas políticos que afectan a la nación, para examinar, reflexionar, discutir y debatir, sin diferir de la tradición ni de la autoridad.
Los tribunales de justicia, en donde los profesionales del Derecho ejercerán su ministerio al concluir su formación, son foros en los que se discute con especial fuerza acerca de aquello que demandan los valores del Estado constitucional para cada caso en concreto. Por esta razón, los juristas no pueden eludir su deber de alcanzar, en palabras de Kant (1784, p. 83), la mayoría de edad: es decir, la capacidad para reflexionar por sí mismos acerca de lo que exige de ellos la consolidación de un orden político justo, a la que deben contribuir desde la práctica jurídica en la que se ven inmersos.
Luego de reflexionar acerca de lo que la filosofía está en posición de ofrecer para mejorar la práctica jurídica, es conveniente exponer algunas consideraciones acerca de aquello que supone para el futuro jurista no tener contacto alguno con una educación que podría llamarse filosófica. Tampoco acá hay pretensión de exhaustividad en lo que respecta a este aspecto, sino solamente se busca introducir una breve reflexión a propósito del distanciamiento de la filosofía que se vive en los tiempos actuales. Para ello, se hará referencia tanto a los casos de ausencia absoluta de cursos de filosofía en las Facultades de Derecho (hipótesis poco probable en estos días), como también al hecho de relegar a la Filosofía a un curso secundario en los programas de estudios (lo que conlleva, impartirla en forma deficiente).
La carencia de una debida formación humanística (que incluye, como es obvio, a la Filosofía) es, a decir de Nussbaum, algo ordinario en las sociedades contemporáneas, tan ansiosas de lucro como para descuidar las habilidades que son necesarias para mantener vivas las democracias constitucionales. Según esta filósofa, si continúa esta tendencia: “las naciones de todo el mundo pronto estarán produciendo generaciones de máquinas útiles, en lugar de ciudadanos completos que puedan pensar por sí mismos, criticar la tradición y entender el significado de los sufrimientos y logros de otra persona.” (Nussbaum, 2016, p. 14).
En el caso de la labor de los juristas, se reitera a lo largo de este trabajo que se trata de un quehacer eminentemente práctico, que no puede realizarse satisfactoriamente sin llevar a cabo actividades de carácter valorativo (de ponderación de principios, de apreciación de las circunstancias que hacen diferente un caso de otro, de comprensión de las consecuencias de las propias decisiones, de dotar de sentido expresiones excesivamente vagas, etc.). Por esta razón, para la práctica jurídica no resultan aptas las “máquinas útiles” que refiere Nussbaum: es decir, profesionales que aprendan mecánicamente a repetir ciertas conductas, sin ser capaces de comprender la riqueza del contexto en el que están llamados a realizarlas. La formación memorística no resulta adecuada para la práctica jurídica del Estado constitucional orientado a alcanzar fines valiosos (Aguiló, 2007, p. 675). Sin embargo, en gran medida, la formación jurídica todavía sigue anclada en un modelo de enseñanza basado en la transmisión de una cantidad excesiva de información que tiene por objeto que el alumno la memorice (Pérez Lledó, 2007, p. 90).
La Filosofía es justamente la antítesis de esta forma de proceder acomodaticio: exige del estudiante salir de la zona de seguridad que le proporcionan sus propias convicciones, y cuestionarse acerca de la firmeza de los cimientos aparentemente sólidos sobre los que descansan sus creencias ordinarias. Para esto se necesita enseñar el Derecho en forma filosófica. Esto supone un nuevo modelo de enseñanza que se expondrá posteriormente. Lo esencial es tomar consciencia que dejar de enseñar filosofía (o enseñarla en forma inadecuada, por ejemplo, como una disciplina memorística o, inclusive, como un extraño saber obsoleto) en las facultades universitarias, supondrá continuar egresando estudiantes que actúen como máquinas (en el caso del Derecho, máquinas sin utilidad alguna) incapaces de cumplir la importante función que están llamados a desempeñar como juristas en el contexto de un Estado constitucional.
Ha quedado claro que la Filosofía del Derecho es la disciplina idónea para proveer de herramientas teóricas a los operadores jurídicos en la resolución de los problemas que se les plantean en el contexto del Estado constitucional (Ródenas, 2017, p. 35). Pero cabe todavía preguntarse, ¿cómo implementarla en la formación de los futuros profesionales del Derecho?
Es evidente que se trata de una pregunta compleja para la que no se intentará ofrecer una respuesta definitiva. Más bien, se señalarán algunos aspectos que deberían tomarse en cuenta para poder operar un cambio hacia un modelo de enseñanza del Derecho acorde con el Estado constitucional (que demanda que, en alguna medida, los juristas estén preparados para discutir y argumentar de manera filosófica). Parece que, para ello, el primer paso sería replantearse el objetivo de la enseñanza filosófica en la formación del jurista: de ser una disciplina que solamente rellena los programas de estudios (y que da a conocer información más bien curiosa que útil), debe pasarse a concebirla como un poderoso instrumento para obtener herramientas de análisis que permitan dar cuenta de los nuevos fenómenos que han irrumpido en el Derecho del Estado constitucional, como lo sería la exigencia de control racional de la argumentación jurídica que llevan a cabo los tribunales de justicia (Ródenas, 2017, p. 42).
Entonces, no se trataría tanto de añadir más cursos de filosofía que engrosen los ya saturados planes de estudios (aunque, además del aislado curso de Filosofía del Derecho, parecería muy positivo incorporar algunas clases específicas de Filosofía Moral y Política que, en el caso de algunas universidades, buena falta hace), sino más bien de implementar desde los cursos más básicos, la reflexión filosófica (tal como propone Dworkin, 2000, p. 28, quien sostiene que sería conveniente que en los cursos de responsabilidad civil extracontractual -es decir, de Derecho Civil- se reflexionara más acerca de las concepciones filosóficas subyacentes a la responsabilidad moral del daño; o, en los cursos de Derecho Constitucional, acerca de las distintas concepciones de la democracia). El punto medular de este tipo de enseñanza, radica en que los propios docentes, que son juristas adaptados a un modelo de enseñanza consolidado durante años, sean capaces de comenzar a sentirse cómodos, más bien, generando dudas en sus estudiantes, que respondiéndolas. Es decir, el objetivo “no debería ser producir estudiantes que piensen como filósofos; el propósito debería ser producir estudiantes que puedan usar los aportes de la filosofía de una manera flexible al lidiar con los problemas prácticos que encuentren” (Nussbaum, 1992, p. 54).
Acá, de nueva cuenta Nussbaum puede ayudar a clarificar el panorama: “Lo que quiero decir es, pues, que permitan que los estudiantes de leyes se planteen interrogantes, y luego, tal vez, donde sea que estén, sentirán la presión de una pregunta socrática que crece para molestarlos mientras procuran ser simples” (1992, p. 50).
Algunos aspectos prácticos que podrían tomarse en cuenta para implementar un modelo filosófico de enseñanza, serían los siguientes: a) El proceso de enseñanza debería favorecer el conocimiento desinteresado, es decir, que no vincule excesivamente la adquisición de conocimientos con la aprobación de la asignatura. Esto implica introducir formas distintas de evaluación que exijan una participación más abierta y creativa del estudiante (Peces-Barba, 1982, p. 108-109); b) Una buena manera de incentivar la participación de los estudiantes en un diálogo franco y abierto con el docente, es el método socrático basado en el análisis de los conceptos por medio de las preguntas que el profesor dirige a los estudiantes (y el debate que las mismas suscitan entre todos los asistentes). El filósofo norteamericano Michael Sandel (profesor del curso de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Harvard) es un buen ejemplo de ello: su método consiste en presentar textos filosóficos a los estudiantes, únicamente después de haber tenido con ellos un debate relacionado con los argumentos filosóficos que se presentan en el texto. De esta manera, los estudiantes comprenden que lo que han dicho esos filósofos sigue siendo relevante para las posturas que ellos actualmente sostienen. Por otra parte, el debate vuelve más comprensible el texto e invita a los estudiantes a razonar y discutir con los pensadores del pasado (Sandel, 2018); c) Finalmente, sería valioso cuestionar esa convicción de que los docentes más idóneos para impartir los cursos de Filosofía son los propios abogados (Nussbaum, 1992, p. 54). En muchos casos, filósofos de profesión podrían hacerse cargo de mejor manera de este tipo de asignaturas (sin cuestionar que, en cursos como el de Filosofía del Derecho, lo ideal es que el docente sea, a su vez, un jurista profesional).
Sin duda, queda mucho camino por recorrer en la consolidación de un nuevo modelo de enseñanza filosófica del Derecho. Lo principal es estar convencidos de que, en un Estado constitucional, el rol del jurista va inescindiblemente vinculado con la reflexión del filósofo.
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